Argentinos en el exterior
Maestro
Todavía es considerado hoy uno de los cinco o seis mejores Grands Prix de toda la historia del Mundial de Fórmula 1, una historia que ya promedió su séptima. Por el drama, por la emoción, por la gloria. El Grand Prix de Alemania de 1957, disputado el 4 de agosto de ese año en el circuito del Nurburgring, se ganó hace rato su lugar en ese sito mítico, y no solo porque la victoria haya quedado en manos de Juan Manuel Fangio, porque haya sido la que lo consagró como quíntuple campeón mundial o porque haya sido, de paso, el último de los 24 triunfos del Chueco en su campaña en el Mundial. No. Porque, como en tantos rubros de la vida y especialmente del deporte, lo único que importa no es el resultado; la manera en que se consigue es tan o más trascendente.
La anécdota es ampliamente conocida aunque para las nuevas generaciones quizás convenga el repaso. Fangio corría para el equipo Maserati, que afrontaba algunas dificultades económicas, y que corría con neumáticos Pirelli fabricados a principios de año; sus rivales eran los pilotos de la escuadra Ferrari, que utilizaban las Englebert belgas mucho más frescas; los ingleses de la Vanwall, encabezados por Stirling Moss, nunca se encontraron a gusto en el traicionero circuito. Era la época en la que no existía prácticamente la puesta a punto, y todo se reducía a jugar con las presiones de las cubiertas y adaptarse lo mejor posible al terreno.
La 250F de Fangio, chasis “2529” (que todavía anda dando vueltas por allí en manos de un coleccionista) era uno de los autos más confortables para conducir y las manos del balcarceño lo hacían derrapar a gusto para doblar. Fangio había vencido de esa manera en Rouen (Francia) pero perdió de manera inexorable con los Vanwall en Aintree (Inglaterra). Tenía que encontrar una manera de sobreponerse.
La táctica elegida fue largar con los tanques medio llenos, detenerse a mitad de carrera a cambiar los neumáticos poco aptos y pelear el triunfo en el final. Se sabe muy bien la historia: el medio minuto de ventaja que Fangio les sacó a las Ferrari de Mike Hawthorn y Peter Collins en las primeras once vueltas de la carrera se esfumaron en la parada de boxes, todo porque a un mecánico se le escapó la tuerca de la rueda trasera izquierda, que fue a parar abajo del auto. Nada que ver con las paradas actuales, en las que quince mecánicos cambian las cuatro cubiertas del coche en tres segundos o menos, aquellos bravos italianos tardaron más de un minuto en completar la tarea, mientras Fangio se refrescaba debajo del auto.
Como resultado, a diez vueltas del final, Fangio estaba 51 segundos detrás de las Ferrari. Alí inició la caza más implacable de la que se tenga memoria en el Nurburgring de las 176 curvas. Bajó varias veces el record de vuelta (ayudado por el reasfaltado del equipo) y redujo notablemente la ventaja (en no menor medida gracias a la actitud poco agresiva de los pilotos de Ferrari, que se relajaron creyendo que tenían el Grand Prix en el bolsillo).
Fangio condujo esas diez vueltas como, acaso, no había conducido nunca en su vida, como sin duda no volvió a hacerlo. Tomando las curvas una marcha más arriba de lo normal, jugándose en cada salto, terminó con la butaca rota y apretando las rodillas contra las paredes de la cabina para mantenerse firme al volante. Venció a Hawthorn por 3s6 al cabo de una persecución épica y un nivel de entrega tan extremo que luego no pudo conciliar el sueño por 48 horas… La foto en el podio muestra a Collins (3°), Fangio y Hawthorn (2°).
Tenía, entonces, 46 años. Del otro lado del Atlántico, gracias a las ondas radiales, un país entero vibraba con la hazaña. Porque ese día, si no lo era ya, Fangio se transformó en el Hombre Hazaña. El quinto campeonato del mundo vino por añadidura.
